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ENSEÑANZA

La escuela del pasado


 

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Segunda República
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Orígenes del Colegio de Las Monjas
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Colegio de la Sagrada Familia / SADEL
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Los años de la posguerra
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Nuevo grupo escolar
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Colegio libre de EM
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Algunos recuerdos escolares flecha

 


ALGUNOS RECUERDOS ESCOLARES

 

Al escribir estas notas se me agolpan multitud de imágenes de mi etapa escolar, y no puedo por menos que traer aquí alguna de ellas, que sin duda serán compartidas por más de un lector.


Colegio de las Monjas

Clase de la Madre Mª Antonia (1)

El Colegio de las Monjas era un centro creado para la formación de las niñas, si bien admitía también a los párvulos, y en esta condición asistí yo a dicho colegio.

 
Nuevo Catón
 
 
Enciclopedia
 
 
 

Las niñas llevaban un uniforme azul marino con tablas, un cuello duro blanco y un cinturón, con sus zapatones negros. ¡Ah! y con calcetines, que a la escuela nacional de niñas se permitía ir sin calcetines, pero en el colegio de las monjas, no. En los días de fiesta el cinturón se cambiaba por una banda de dos caras, una azul marino y otra azul celeste, lo que daba colorido y una cierta excepcionalidad a la monotonía de aquellos vestidos uniformados, oscuros y tristes.

Iba yo con mis “carteros”, creo que de cartón,  a las espaldas, donde guardaba mi pizarra y mi pizarrín con los que aprendí a escribir, y llevado de la mano por alguna de mis hermanas mayores,  entrábamos por la puerta grande bajando unos escalones. Me llamaba la atención que algunas niñas entraban por una puerta que había en la misma calle Francos,  pero más pequeña. Años después supe que por esta segunda puerta entraban las niñas que no pagaban, las gratuitas, que además al terminar las clases se quedaban en el colegio y hacían tareas de limpieza, cosa que según parece era normal en aquella época.

Al llegar por la mañana, todas las niñas y los párvulos nos colocábamos en formación alrededor del patio del colegio, con muchísimo frío en el cuerpo los días de invierno, y cantábamos el “Cara el sol”, mientras dos alumnas mayores extendían una bandera nacional en las ventanas de la galería superior que había cerca de la clase de costura. También se hacían algunos rezos. En el mes de mayo, cada día le tocaba a una niña llevar un ramo de flores para la Virgen y tenía que recitar allí delante de todos una poesía de tema mariano, cuyo aprendizaje sin duda le habría costado sus buenos esfuerzos.

La hermana Dolores, que me debía tener especial afecto por la amistad que tenía con mi madre, me dejaba adentrarme por los territorios que ella controlaba y que nada tenían que ver con la educación. La cocina, que por cierto era clausura (2), era un lugar para mi inmensamente espacioso que tenía en el centro unos fogones de metal de una altura “inmensa” que hacía que yo no pudiera ver  los peroles que encima se encontraban. Sí veía muy bien la puerta que daba a la despensa donde la madre Dolores entraba, metía la mano en una caja de latón y se daba la vuelta con una galleta alargada y grande con surcos por arriba, y la ponía en mi mano. Todavía recuerdo su textura y su exquisito sabor con cierto aroma de limón. Otras veces me daba un cartucho lleno de “pan de ángel” (3) . Por supuesto que las galletas eran de elaboración propia.

La cocina tenia una puerta que daba al corral, otro de los dominios que controlaba la hermana Dolores. Allí tenía un pequeño huerto y  un apartado con gallinas y pavos, cuyos movimientos y graznidos me llamaban mucho la atención. También había una cochinera donde se engordaba un cerdo. Siendo algo mayor  me gustaba acompañar a mi padre, que sabía el oficio de matarife, cuando de madrugada cualquier día de noviembre ponía fin a la vida de aquel cerdo, con todo el ritual que aquello comportaba y que los chiquillos tanto disfrutábamos.

En la matanza del colegio tenia yo muchos alicientes: no había más niños que yo, tenía la vejiga (4) asegurada para mi y, además, al terminar la primera fase de aquella jornada, cuando el cerdo limpio y afeitado ya estaba colgado de de la viga del porche del patio interior del colegio abierto en canal,  las monjas nos ofrecían un desayuno a base de chocolate y dulce variados, ¡ un banquete ¡.

Volviendo a recuerdos menos terrenales, existía lo que las monjas llamaban la “canastilla del niño Jesús”, que consistía en un cestillo lleno de papeletas  que llevaban escritos los más variados “sacrificios” apropiados para que el niño/a fuera ajustando su conducta a los cánones establecidos y ofreciera sus esfuerzos al Niño Jesús. Cada alumno diariamente sacaba una papeleta con el sacrificio que ese día tenía que realizar. Imagine el lector cómo podría encajarse esta técnica docente  en los centros escolares actuales.

Escuela parroquial de niños

Superada la edad de párvulos, pasé a la escuela parroquial de niños, que regentaba el maestro D. Jesús Romero Salazar. El edificio que actualmente son los Juzgados, entonces era muy polivalente: en el patio y planta baja estaba la cárcel del partido judicial de Orgaz, y en la planta de arriba estaba el Ayuntamiento. En  las habitaciones de la planta que dan a la calle estaba la vivienda del sereno municipal, que también hacía de carcelero. Pues bien, en la planta de arriba existia un ala dedicada a escuela desde el siglo XIX, donde funcionaba una escuela parroquial de niños.

 A la escuela se tenía acceso por una escalera que se había construido por la parte exterior del viejo pósito, ocupando el callejón que hoy separa este edificio de la Casa de la Cultura. Era una escalera empinada y oscura, que siempre subíamos en riguroso orden y silencio bajo la severa mirada del Sr. Maestro, y que bajábamos en tropel y vociferando con gran peligro para nuestra integridad física.

El aula era una sala alargada, oscura, con unas ventanas que daban al referido callejón, con el suelo de madera, una pizarra grande en la pared, sobre la que había un crucifijo y a ambos lados un retrato de Franco y de José Antonio Primo de Rivera. A un lado, la mesa del maestro, y, delante, una estufa de leña. Nos sentábamos en bancas de madera corridas, sin respaldo, que tenían un tablero inclinado con agujeros para colocar los tinteros (unas jícaras de cerámica blanca). La tinta se fabricaba en la propia escuela con agua y unos polvos azules que se mezclaban en una botella con la cual se rellenaban periódicamente los tinteros, donde mojábamos nuestra plumilla para escribir. Estoy hablando de material de alto riesgo en manos de los chiquillos, ya que era inevitable que la tinta terminara en el tablero de la mesa y en las maderas del suelo, con graves consecuencias físicas para el sujeto que hubiera provocado el accidente, ya que el Sr. Maestro disponía de una varita de olivo que hacía unas marcas en las palmas de la mano del desafortunado, que no se olvidaban en una temporada.

Y hablando de alto riesgo, no era menor el peligro que representaban las “braserillas”.  Los días de rigor invernal los niños podíamos llevar de casa una especie de brasero para calentarnos. Se trataba de un recipiente metálico de forma rectangular provisto de una tapa, en cuyo interior se llevaba el carbón encendido. Estaba provisto de un asa larga, como si fuera un bolso, para poderlo transportar. Camino de la escuela, para prender los carbones y por diversión se hacia giran la braserilla describiendo círculos con el brazo extendido, saliendo en más de una ocasión la braserilla disparada. Al llegar a la escuela la braserilla se colocaba entre los pies.

En los años 50, Estados Unidos decidió apoyar al Régimen de Franco  y España recibió financiación y ayuda estadounidense, aun cuando nunca llegó a las cantidades que nuestros  vecinos europeos habían recibido con el Plan Marshall. De esta forma llegaba a las escuelas españolas el queso de bola y la leche en polvo que se suministraba a diario a los escolares.  Cada escolar iba a la escuela provisto de un vaso y un trozo de pan, metidos ambos en una talega (5) . A la hora convenida, los dos escolares designados por el Sr. Maestro cogían  un barreño de acero con dos asas y se iban a la plaza a llenarlo de agua en la fuente.  A su vuelta, tras haber superado la prueba de subir el barreño por aquella endiablada escalera, se colocaba sobre la estufa, que otros voluntarios habían encendido y vigilaban desde primera hora. Una vez el agua caliente, se echaba la leche en polvo y se procedía a diluirla a base de dar vueltas y más vueltas. Cuando estaba en su punto, el Sr. Maestro era el encargado de servirla en los vasos que cada uno acercábamos en riguroso orden. A la par, un compañero nos ponía en la otra mano un trozo de queso que previamente había sido troceado por los encargados de turno. Con las viandas en la mano bajamos a la calle, donde hacíamos en recreo.

Como se ve, la escuela era muy activa y diversos los trabajos encargados a los escolares. Menos activa era la enseñanza, caracterizada por el memorismo y el autoritarismo, donde el único material docente eran unos mapas colgados de las paredes y la Enciclopedia Álvarez, que cada año debíamos aprender de cabo a rabo. Temía yo las mañanas del domingo cuando mi padre, al salir de misa, se acercaba al Sr. Maestro y al final de la charla le decía: “si hace falta ... dale duro”, porque tanto mi padre como el Maestro creían aquello de que “la letra con sangre entra”.

Bachillerato "por libre"

En Orgaz no hubo Instituto hasta muchos años después, por lo que eran escasos los estudiantes de  Bachillerato,  ya que había que hacerlo fuera de Orgaz, cosa al alcance de pocos, o bien cursar los estudios "por libre". 

Patio del Instituto de Toledo. grupo de bachilleres

Patio del Instituto de Toledo.
Palacio del Cardenal Lorenzana

Estudiantes de Bachillerato . Año 1951


Nunca olvidaré el día que me llevó mi padre a Toledo a realizar el examen de Ingreso a la edad de 10 años. Examen oral, los profesores, uno por asignatura, estaban sentados en el Aula magna tras una mesa muy larga situada sobre una tarima bastante alta. Los alumnos esperamos sentados. De pronto oí mi nombre y fui a situarme de pie en el centro delante de la mesa del tribunal, me sentía un ser minúsculo, indefenso, acobardado ante tantos señores a los que apenas podía ver la cabeza situados allá en la altura. Cada uno hacía sus preguntas: ¿Cual es el quinto mandamiento de la Ley de Dios? ; ¿Cuáles son las virtudes teologales?; ¿Qué es un triángulo equilátero?, ¿Cuales son los afluentes del río Duero?, etc. etc., hasta que al cabo de 10 minutos el Sr. del centro de la mesa, de forma seca, dijo: “¡retírese!”. Salí al patio del Instituto sin saber muy bien lo que había pasado y con un alto grado de ansiedad e inquietud. La espera se hizo larga, hasta que al medio día un bedel bien uniformado colgó unas listas en uno de los tablones. Mi padre, después de mirar aquella lista, me felicitó y me hizo alguna caricia; el martirio había terminado.

En realidad acababa de comenzar, porque este ritual teníamos que repetirlo todos los años los estudiantes que íbamos a examinarnos por libre. Durante el curso escolar estudiábamos en casa (demasiadas horas, imposibles de aprovechar para un chaval por sí solo) bajo la dirección de algunos de los maestros del pueblo, que fuera de su horario escolar nos daban clases al pequeño grupo de bachilleres, y al final del curso había que ir a pasar el examen al Instituto de Toledo. Difícil era estudiar y más difícil aprobar.

 


¡ Al internado !

Y como la empresa de estudiar por libre era difícil, y al llegar los exámenes de junio correspondientes a tercero de bachillerato se hizo evidente en mi caso que los aprobados eran menos que los suspensos, mis padres tomaron algunas decisiones.

En primer lugar decidieron que aquel verano lo pasara como dependiente en el comercio/estanco de mis tíos María Cruz y Avelino. Y en el tiempo libre estudiando para septiembre. Un castigo, para que aprendiera lo que es trabajar, un trabajo que me resultó llevadero y entretenido por la multitud de personas que por allí pasaban que me descubrían mundos nuevos con sus relatos y conversaciones que allí escuchaba en sesión continua, salvo cuando alguien decía aquello de “que hay ropa tendida”, lo que no impedía que me enterara de la conversación igualmente.

Y la otra decisión que tomaron mis padres fue que para cursar cuarto de bachillerato me llevarían a un internado. Ardua decisión por los costos económicos que comportaba y más para una familia numerosa como la mía, pero ellos tenían claro que su mejor herencia sería darnos estudios a todos, cosa que consiguieron. Una decisión en la que influyó bastante la orientación y el apoyo del señor Juez que prestaba sus servicios por entonces en Orgaz, D. José María Morenilla.

El internado de los Escolapios de Getafe fue el elegido, y para ingresar allí era preceptivo que el candidato superara una prueba, mecanismo discriminatorio para garantizar los óptimos niveles educativos de un centro elitista. Llegado el día, D. José María nos llevó en su coche (lujo al alcance de pocos por entonces) hasta Getafe. Nunca olvidaré la escena: mi padre, el juez y yo en aquel pomposo salón de visitas del colegio de la Escuelas Pías, por fin aparece padre Rector del colegio, y dice que debo acompañarle para realizarme las pruebas para conocer si tengo la preparación suficiente para ser admitido. El Rector, un cura alto con larga sotana negra (después supe que era el P. Manuel Suárez alias “El brocha”), quedó sorprendido ante la reacción del juez, que desde su baja estatura, mirándole hacia arriba, le cuestionó de forma categórica: ¿Pero Ud. no se percata de que si venimos aquí con el chico es porque necesita aprender y formarse? Y tras un arduo intercambio dialéctico D. José María convenció al Rector y fui admitido en el internado sin la prueba preceptiva.

Y al llegar el comienzo de curso, de nuevo fue D. Jose María el que me llevó a Getafe, esta vez acompañado por mi madre. Para ellos viaje de ida y vuelta en el día, para mí solo de ida. Un viaje de película de Berlanga. Un coche pequeño, Renault 4/4. Junto al conductor va mi madre, venciendo la violencia que le produce ir nada menos que al lado del Sr. Juez de Orgaz. En el asiento trasero iba yo acurrucado en el poco espacio que dejaba el colchón de lana que, liado en un hato, llevábamos para mi cama (exigencia del internado). Y en la baca iba mi maleta de cartón con las vestimentas y útiles de aseo y un paquete con la ropa de cama. El viaje se hizo largo, y para colmo hubo gran parada ante el paso a nivel del tren que había justo antes de entrar a Getafe. Allí parados se masticaba el silencio, D. José María ya había desistido en provocar la conversación imposible. Imagino la tensión de mi madre a la vuelta. Llegados al colegio, entre los tres, el Juez el primero, cargamos colchón y maletas, y tras las presentaciones necesarias, los acomodamos en la “camarilla” que sería mi cubil durante todo el curso.

Nunca agradeceré lo suficiente a mis padres su empeño y sus sacrificios para llevarme a estudiar a los Escolapios de Getafe, y a D. José María su apoyo.


 

Asfalto - Dias de escuela (Videoclip)

 

 

 

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(1) Sentado en el suelo en el puesto central está el autor de esta web.

  (2) En los conventos, las clausura son determinadas zonas a las que sólo está permitido entrar a los frailes o monjas que habitan el convento. Transgredir esta norma nos decían que era “pecado mortal”.

(3) Pan de ángel se llamaba a los recortes que quedaban al cortar las hostias que las mojas preparaban para la celebración de la Misa.

(4) La vejiga del cerdo era un bien preciado, ya que inflada y seca servía como pelota, también servía para hacer la zambomba para la navidad que ya estaba próxima.

(5) Talega: bolsa de tela que se cerraba con una cinta. En aquella época no existían las bolsas de plástico.

 

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Creación: septiembre 2009 / Última modificación: