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FRANCISCO MARTÍN LUENGO


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Su personalidad
Se hce fraile franciscano

Muerte y entierro
Un libro sobre su vida


 

Su muerte y entierro


Murió Francisco Martín Luengo a la edad de  84 años,  el día 27 de febrero de 1661.

Conocemos cómo fueron estos días, y cual fue la repercusión de su muerte, por una biografía que escribió, en el año 1770, el fraile capuchino Fray Francisco de Ajofrín (1) . A esta biografía pertenece el siguiente relato:

“Quedó su rostro alegre y hermoso y todo su sagrado cuerpo tan flexible y tratable, como si estuviera vivo, durando este prodigio, a pesar de la estación rígida del invierno, hasta que, a otro día, le enterraron.
Añadióse a éste, otro prodigio, y fue que el pecho se mantuvo con un calor extraordinario todo el tiempo que estuvo en el féretro, con admiración de cuantos observaron esta maravilla, y dio lugar a que los médicos dudasen si aún conservaba la vida; pero hechas otras experiencias, fueron de dictamen que aquel calor no era vital, sino sobrenatural y milagroso, señas todas de que su alma estaba vestida de la estola de la inmortalidad en la gloria.

Luego que murió el varón santo, fue tanta la conmoción del pueblo, y aun de otros circunvecinos, que viniendo en numerosas tropas a venerar el cadáver del siervo de Dios, le aclamaban todos por santo, publicándolo hasta los niños y haciéndose lenguas todos de su rara virtud y pasmosa vida. No se saciaba la devoción de los concurrentes en venerar el cadáver, como si fuera de un santo, ni se satisfacía en tocarle con sus manos y tocar a su rostro y manos los rosarios que traían, sino es que pasaban a cortarle pedazos del vestido por reliquia, ni aun paraba aquí la ciega devoción de sus apasionados, pues le arrancaban los cabellos y pedazos de carne, de suerte que, le faltaron cuatro dedos de los pies. Por esto, y para evitar los tropeles y que no le despedazasen, fue necesario tomar aun más rígidas providencias que al principio. Doblaron las guardas, pero la devoción amotinada forzaba las guardas y atropellaba por todo. Cerraron la casa, pero haciendo escala de las paredes, subían ligeros, dándoles alas la devoción y afecto.

 Determinaron darle sepultura el domingo por la tarde, para evitar los arrojos de la devoción que cada vez era mayor y más ruidosa, no obstante que muchos clamaban no se enterrase hasta ver en que paraba aquella admirable flexibilidad y calor extraordinario que mantenía en el pecho.

Estas señales prodigiosas, que hacían eco en el piadoso ánimo del doctor Contreras, le detenían para suspender el entierro; pero temiendo por otra parte, los inconvenientes que se podían seguir de esta suspensión, y que cada instante iba creciendo más el concurso de las gentes que venían de los pueblos circunvecinos y muy en particular de Ajofrín, determinó, como prudente, enterrarle por la tarde.

Hízose la señal con el clamor a muerto y como si las campanas tocasen a una solemne función, engañando los oídos el afecto que Ie profesaban al venerable difunto, cerraron todos sus casas y acudieron regocijados y alegres, no como quien va a un entierro, sino como quien va a una fiesta. Todos le aclamaban «santo», haciéndose lenguas de sus virtudes.

Los muchachos, que en todas las funciones llevan el primer lugar en el júbilo, iban en tropas gritando: «Vamos a enterrar al santo», con que todo era una festiva demostración de regocijo y de alegría.

Vistióse para el entierro el mismo párroco, sin querer fiar a sus tenientes este obsequio al varón santo, ni el de la misa y función del día siguiente, pareciéndole acción propia de su carácter esta demostración sagrada, y para que el entierro se hiciese con la quietud posible, tomó las providencias necesarias don Pedro Calderón de la Barca, familiar del Santo Oficio y secretario de la venerable Orden Tercera, caballero de mucho respeto por su virtud y nobleza. Concurrieron todas las cofradías y hermandades con todas las luces, no obstante, tener acta de no asistir a los entierros, sino con cierto número de luces. Concurrió la venerable Orden Tercera a honrar a tan gran hijo. Asistió también toda la clerecía. Formóse el entierro llevando el sagrado cadáver sacerdotes y caballeros, que a porfía, alternaban con santa emulación teniéndose por dichosos en llevar sobre sus hombros tan gran reliquia. Empezó a caminar, aunque con mucha dificultad por estar las calles cogidas de gentes del lugar y de otros pueblos circunvecinos. Era tal la aclamación y júbilo de todos, llamándole «santo, siervo de Jesucristo, varón justo», que apenas se oía lo que cantaban en el entierro. Muchos con deseos de tocar la caja en que iba el venerable cadáver o tocar sus rosarios, rompían las filas y atropellaban a todos hasta lograr su intento. En la iglesia aún fue mayor el exceso, pues no saciándose en venerarle, le cortaban el hábito, tocaban sus rosarios, le besaban los pies y manos con otras demostraciones que, causando devoción, edificaban, y a la verdad no era extraño, pues el mismo cadáver con su hermosura, flexibilidad y blandura estaba convidando a ello. Abreviaron el oficio para evitar inconvenientes, y luego que le acabaron, enterraron al siervo de Dios, y a no haber tomado las más serias providencias para ello, no lo hubieran podido conseguir por la devoción ciega del pueblo.

«Enterróse en la parroquial de dicha villa de Orgaz, en la capilla de Nuestra Señora del Rosario, al pie del mismo altar, al lado de la epístola en su ataúd, vestido de tercero de Nuestro Santo Padre San Francisco, como andaba acá en vida, con su sombrero y zapatos. Dentro del ataúd pusieron una caja de latón con un memorial breve de sus muchas virtudes y santidad para que si los venideros abrieren la sepultura, sepan y conozcan la gran reliquia que está encerrada allí».

No obstante, sabemos que, habiéndose buscado por estas señas en el sitio en que estuvo antes la referida capilla, pues hoy esta mudada, no se ha hallado rastro alguno, aunque no falta quien diga que, con motivo de la fábrica de la iglesia nueva, se trasladó al presbiterio, pero de esta traslación no consta, ni del sitio donde se hizo. Otros dicen que, sacándole ocultamente, le llevaron al santo desierto de Padres Recoletos de Nuestro Seráfico Padre San Francisco del Castañar, aunque habiéndonos informado en el mismo convento de los Padres, no dan razón de este sagrado hurto, y es lástima se haya obscurecido o desaparecido tan gran reliquia.

Quiera el Señor declararla para gloria suya y honra de su fiel siervo y juntamente para consuelo de sus muchos apasionados. Las alhajuelas que tenía el varón santo, luego que murió, fueron piadoso despojo de la devoción de los asistentes, tomando cada uno a porfía lo que pudo, y después las buscaban con ansia de Madrid, Toledo y otras partes a donde llegó el ruidoso eco de su gloriosa fama. Ésta ha sido tan constante después de su feliz tránsito, que habiendo pasado más de un siglo, está tan presente su memoria, como si hoy viviera.”

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FRANCISCO DE AJOFRÍN: Historia sacro-profana de la ilustre  y noble villa de Ajofrín y aparición milagrosa de la soberana imágen de Nuestra Señora de Gracia....- Toledo: Diputación Provincial, 2000 pp. 246-248. (En este libro, cuyos originales se encuentran en la Biblioteca Nacional de España --Manuscritos MS 2169 y MS 2170--,  Francisco de Ajofrín escribió una Historia de Ajofrín en la que relata la vida de algunos personajes como  nuestro Francisco Martín. Nos dice el autor que copia literalmente de unos libros que la Orden Tercera de Orgaz redactaba con las vidas de los terceros que destacaban por su santidad, que se conservaban en el Monasterio de El Castañar.)


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Creación: junio 2003 / Última modificación: